Casanueva.
Casanueva tiene sonidos propios: los gallos del pueblo al amanecer o, todavía de noche, cuando salgo con Milan y quiero que entienda para qué sirve —también— el patio. Las campanas de la iglesia los domingos por la mañana atronadoras, alegres y dejando bien claro quién manda; y también por la tarde, cuando suenan más débiles, más bajito, como si supieran que forman parte de un mundo que se está yendo.
Casanueva tiene viento del Sur, de Sierra Elvira, que recuerda que la alegría y la muerte están separadas por un susurro, por un suspiro. Que la luz y el invierno son opuestos y viven juntos. Y otro viento, que nace dentro y se conforma con ternura y poesía y calienta y reconforta.
Casanueva tiene paredes blancas y muros de piedra y tendrá mucho verde, será una casa andaluza, de gente orgullosa de nuestra tierra, de nuestro habla, de nuestra alma.
Casanueva tiene viento del Sur, de Sierra Elvira, que recuerda que la alegría y la muerte están separadas por un susurro, por un suspiro. Que la luz y el invierno son opuestos y viven juntos. Y otro viento, que nace dentro y se conforma con ternura y poesía y calienta y reconforta.
Casanueva tiene paredes blancas y muros de piedra y tendrá mucho verde, será una casa andaluza, de gente orgullosa de nuestra tierra, de nuestro habla, de nuestra alma.
Suenan las campanas mientras escribo y suena el silencio. Un grifo de los vecinos gotea como una fuente. En los secaderos los gatos duermen mientras vigilan cosas que no entendemos. Milan me trae un palo y me mira preocupado porque escribo muy serio. Un coche pasa por la calle y me recuerda el tiempo en el que vivo y del que no puedo escapar. Milan se sienta sobre mis pies. La luz se está yendo y los pájaros hablan sobre si se acuestan o no. Las granadas del vecino brillan como un poema de Rafael Juárez.