El Templo Blanco. (Crónica de la búsqueda de la visión verdadera).
Cuando
se acercaba a Jericó, un ciego estaba sentado al borde del camino,
pidiendo limosna. Al oír que pasaba mucha gente, preguntó qué sucedía.
Le respondieron que pasaba Jesús de Nazaret. El ciego se puso a
gritar: “¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!”. Los que iban
delante lo reprendían para que se callara, pero él gritaba más fuerte:
“¡Hijo de David, ten compasión de mí!”. Jesús se detuvo y mandó que se
lo trajeran. Cuando lo tuvo a su lado, le preguntó: “¿Qué quieres que
haga por ti?”. Señor, que yo vea otra vez. Y Jesús le dijo:
“Recupera la vista, tu fe te ha salvado”. En el mismo momento, el
ciego recuperó la vista y siguió a Jesús, glorificando a Dios. Al ver
esto, todo el pueblo alababa a Dios”.
Lucas 18, 35
El
primer templo que visité buscando encontrar la visión verdadera era de mármol
gris. Las puertas tenían cristales tintados, se abrían a tu paso y,
dentro, los músicos escondidos en un techo secreto interpretaban
melodías como si mañana se fueran de vacaciones y odiaran a los pobres
fieles que, serios y un tanto compungidos, esperaban sentados en un
extraño semicírculo cuadrado en el que, manteniendo cuidadosamente las
distancias, se estudiaban los unos a los otros mientras consultaban sus
tablas de luz.
En
la entrada, dos jóvenes sonrientes y vestidos de blanco, que serían
novicios ya que nadie más sonreía en el templo, bromeaban y atendían la
puerta y las campanas y a los futuros fieles. Me fueron pasando por
diversas estancias de la gran cueva, fui visitando sacerdotes de diversa
graduación, cada uno sonreía menos que el anterior: el poder los hacía
distantes. Cuando llegué al gran jefe no se permitió ninguna alegría. Su
sabiduría se escondía detrás de un pelazo que lo hacía parecer
cuidadosamente cercano. -No, no hables conmigo de rupias, para eso están
los novicios-. Entendí porqué sonreían. El sumo sacerdote me prometió
la visión eterna y criticó con educada dureza a los demás templos. -No tienen la Auténtica Gran Piedra Sagrada. Las
rupias, luego-.
El
segundo templo era blanco inmaculado. Luces blancas, paredes blancas,
puertas blancas. Algún cristal tintado de blanco y algún trozo metálico
rodeando muebles blancos. Había menos sacerdotes y, me pareció, menos
escalafones. Una amable sacerdotisa que para hacerse visible en la gran
cueva blanca llevaba una túnica azul me explico la Gran Fe. Que era
básicamente igual que en el otro templo. Y me dijo que esta era la
verdadera porque ellos sí que tenían la Auténtica Piedra Sagrada.
Perfecto. Ella misma me habló sin pudor de las rupias. Mejor. -Vuelve
mañana y el Gran Sacerdote te dará las gotas de la verdad-.
Volví
al día siguiente y las gotas de la luz y la verdad me pusieron las
pupilas tan grandes que hubiera sido la envidia de cualquier moderno que
me hubiera visto. Un yonqui estuvo a punto de pararme y preguntarme qué
me había tomado y dónde lo había comprado. El jardín de mi casa
brillaba misteriosamente cuando ya anochecía.
Y
llegó el gran día. En la cueva blanca me habían proporcionado tres
misteriosas cápsulas del sueño y la tranquilidad. -Tómate una por la
noche, creerás en nosotros-. Me levanté y mis brazos y mis piernas
siguieron lánguidos y dormidos. Mi cerebro, tranquilo y confiado,
ronroneaba descuidado. -Dos más por la mañana-. En el viaje al gran
templo blanco creo que fui antes a otro sitio. Llegué a la gran cueva
blanca y en el semicírculo de fieles que había junto a la puerta me
dormí y ronqué sin ningún pudor ni control. Hacía frío y las paredes
eran aún más blancas que el día anterior. Me introdujeron en una
extraña gruta en la que no había estado antes: había un mueble que no
era blanco, pensé que había entrado en una dependencia para iniciados.
El Gran Sacerdote me llamó, me tumbé delante de Él y puso la Gran Piedra
de Luz sobre mi cabeza. Había luces de colores que variaban del verde
al rojo. Un ojo, luego otro, mientras el Gran Sacerdote y sus ayudantes,
que llevaban extraños cascos de plástico e iban cubiertos de azul,
(¿para no perderse en la gran cueva blanca?), hablaban con un
vocabulario del que sólo entendía que me exhortaban a orar y permanecer
en absoluta quietud. Extraños líquidos resbalaban desde mis pobres ojos
abiertos con hierros y cintas. Luces que parpadeaban.
-Levántate y ve-. Y no olvides ponerte hoy las gafas de sol.
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Posdata: es el primer post que escribo sin gafas. Bien.
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