Un balón.
No me gusta esta realidad. Ni esta, ni la de siempre, ni la nueva normalidad. Eso pasa. Eso me ha pasado gran parte de mi vida. No es nuevo. No me gusta el tráfico de la A44, ni estar corriendo todo el día, ni no tener tiempo para leer más, para ver más fútbol, para estar con los niños más.
El balón se oye cuando lo golpean, cuando hay un pase, cuando tiran a meta. Suena. Y suenan voces extrañas que hablan en alemán. Igual nos parecen menos interesantes cuando sean en castellano. Pero es fútbol desnudo, sin alharacas, sin voces, sin aficionados. Me encantaría estar allí, en un estadio vacío, y poder observar cada detalle, sentir cada ruido. ¿Llegará el olor de la hierba a la grada?
En la gripe española de 1918 hubo una oleada fuerte en primavera, una más grave ese otoño y luego una última más floja en la primavera siguiente. Hubo tantas cosas parecidas que leer “El jinete pálido” es una cura de humildad. La naturaleza sigue ahí, impasible. Es lo que es. Como el tiempo en el ministerio pero en ser.
Hago limpia en mi biblioteca. Hay épocas para tener y otras para ser ligero. Para desprenderse. Escribo tonterías en twiiter mientras voy haciéndolo (hasta que cierro la cuenta). “Una biblioteca es como una pareja, solo tiene sentido como proyección de futuro. Y, quizás, como memoria privada de lo mejor de nuestra vida”. No había purgado la biblioteca en ninguna de las dos mudanzas de los últimos años. Quito muchos libros que tenía por afán coleccionista. Algunos, porque el tiempo -el 15M, las crisis, la experiencia política- los ha maltratado. Cuánto por leer.
Echo de menos el silencio del barrio de Gracia. El trabajo tranquilo, las calles vacías. No, no lo echo de menos. Pero sí me sobran los coches. ¿Me sobra mi coche? No, claro que no. Pero, a pesar de tanto todo, durante lo peor del confinamiento tuve otra rutina mucho más lógica, trabajando igual pero con más orden. Eso sí lo echo de menos.
El último concierto al que fui fue el de los Planetas en diciembre. La última ciudad, Logroño en febrero. No recuerdo en qué cafetería estuve sentado por última vez, escribiendo, cuando las cafeterías tenían mesas y te podías sentar sin prisa. Cuando volví de la Rioja se me hizo largo el viaje, la carretera. Qué ganas tengo ahora de una carretera bien larga y tediosa y horas de música y días de vagabundeo.
Hoy se ha aprobado un ingreso vital para la gente que peor lo está pasando. Nunca he tenido —por suerte— esa sensación de no tener de dónde sacar para comida. Pero el otro día en la librería me dijeron que me vendían libros para comprar comida. Como en 2008, como en aquellos años. Este país es rico. Hay gente que tiene aviones privados y vive en películas de ciencia ficción. No puede haber hambre. Ninguna. No puede haber nadie sin las necesidades básicas cubiertas, sin sanidad y educación gratis. Llamar paguita a ese poco dinero que permitirá malvivir a los que peor están es de miserables. Muy miserables.
Apago twitter y se apaga otra realidad. Tan buena como mala. Con montañas de saber por aprender y con imbéciles con bandera.
Ayer salí de la tienda, cansado y un poco atontado. Metí las manos en los bolsillos e intenté ir caminando lentamente. Como si no hubiera qué. Con la mascarilla. Las gafas de sol. Llegué a casa y me senté a leer. Diez minutos. Sobre las tormentas de citoquinas. Sobre que en el otro 18 los barrios ricos de París tuvieron el mayor índice de mortalidad. Los sirvientes vivían en las plantas bajas, hacinados, sin ventanas y mal ventilados y murieron.
Haaland no es tan bueno contra el Bayern. Fútbol es fútbol. Hay que ficharlo porque lo va a ser. Guerreiro tampoco deslumbra como en los otros partidos.
El domingo desayunamos en la calle. Un sólo camarero para muchas mesas, para atender a la gente pero también para desinfectarlas, pedir a todos que no nos sentáramos hasta que estuvieran listas, para demasiadas cosas. Dos señoras impecablemente vestidas en el Corte Inglés protestaban por el trato. No obedecieron los carteles y se sentaron. Se quejaron al pobre camarero. En este país, los que mejor viven no paran de quejarse. Ellos.
No sé a qué hora juega el Borussia este fin de semana. Acabaré “el jinete pálido”. Tengo seis libros empezados porque tengo más ganas de leer que tiempo. Al volver del campo con los perros, esta mañana, había un balón viejo, abandonado, de cuero, en los secaderos. Un balón. Continue Reading
El balón se oye cuando lo golpean, cuando hay un pase, cuando tiran a meta. Suena. Y suenan voces extrañas que hablan en alemán. Igual nos parecen menos interesantes cuando sean en castellano. Pero es fútbol desnudo, sin alharacas, sin voces, sin aficionados. Me encantaría estar allí, en un estadio vacío, y poder observar cada detalle, sentir cada ruido. ¿Llegará el olor de la hierba a la grada?
En la gripe española de 1918 hubo una oleada fuerte en primavera, una más grave ese otoño y luego una última más floja en la primavera siguiente. Hubo tantas cosas parecidas que leer “El jinete pálido” es una cura de humildad. La naturaleza sigue ahí, impasible. Es lo que es. Como el tiempo en el ministerio pero en ser.
Hago limpia en mi biblioteca. Hay épocas para tener y otras para ser ligero. Para desprenderse. Escribo tonterías en twiiter mientras voy haciéndolo (hasta que cierro la cuenta). “Una biblioteca es como una pareja, solo tiene sentido como proyección de futuro. Y, quizás, como memoria privada de lo mejor de nuestra vida”. No había purgado la biblioteca en ninguna de las dos mudanzas de los últimos años. Quito muchos libros que tenía por afán coleccionista. Algunos, porque el tiempo -el 15M, las crisis, la experiencia política- los ha maltratado. Cuánto por leer.
Echo de menos el silencio del barrio de Gracia. El trabajo tranquilo, las calles vacías. No, no lo echo de menos. Pero sí me sobran los coches. ¿Me sobra mi coche? No, claro que no. Pero, a pesar de tanto todo, durante lo peor del confinamiento tuve otra rutina mucho más lógica, trabajando igual pero con más orden. Eso sí lo echo de menos.
El último concierto al que fui fue el de los Planetas en diciembre. La última ciudad, Logroño en febrero. No recuerdo en qué cafetería estuve sentado por última vez, escribiendo, cuando las cafeterías tenían mesas y te podías sentar sin prisa. Cuando volví de la Rioja se me hizo largo el viaje, la carretera. Qué ganas tengo ahora de una carretera bien larga y tediosa y horas de música y días de vagabundeo.
Hoy se ha aprobado un ingreso vital para la gente que peor lo está pasando. Nunca he tenido —por suerte— esa sensación de no tener de dónde sacar para comida. Pero el otro día en la librería me dijeron que me vendían libros para comprar comida. Como en 2008, como en aquellos años. Este país es rico. Hay gente que tiene aviones privados y vive en películas de ciencia ficción. No puede haber hambre. Ninguna. No puede haber nadie sin las necesidades básicas cubiertas, sin sanidad y educación gratis. Llamar paguita a ese poco dinero que permitirá malvivir a los que peor están es de miserables. Muy miserables.
Apago twitter y se apaga otra realidad. Tan buena como mala. Con montañas de saber por aprender y con imbéciles con bandera.
Ayer salí de la tienda, cansado y un poco atontado. Metí las manos en los bolsillos e intenté ir caminando lentamente. Como si no hubiera qué. Con la mascarilla. Las gafas de sol. Llegué a casa y me senté a leer. Diez minutos. Sobre las tormentas de citoquinas. Sobre que en el otro 18 los barrios ricos de París tuvieron el mayor índice de mortalidad. Los sirvientes vivían en las plantas bajas, hacinados, sin ventanas y mal ventilados y murieron.
Haaland no es tan bueno contra el Bayern. Fútbol es fútbol. Hay que ficharlo porque lo va a ser. Guerreiro tampoco deslumbra como en los otros partidos.
El domingo desayunamos en la calle. Un sólo camarero para muchas mesas, para atender a la gente pero también para desinfectarlas, pedir a todos que no nos sentáramos hasta que estuvieran listas, para demasiadas cosas. Dos señoras impecablemente vestidas en el Corte Inglés protestaban por el trato. No obedecieron los carteles y se sentaron. Se quejaron al pobre camarero. En este país, los que mejor viven no paran de quejarse. Ellos.
No sé a qué hora juega el Borussia este fin de semana. Acabaré “el jinete pálido”. Tengo seis libros empezados porque tengo más ganas de leer que tiempo. Al volver del campo con los perros, esta mañana, había un balón viejo, abandonado, de cuero, en los secaderos. Un balón. Continue Reading