Miro una cabaña en una foto. Está en Vega de Pas, en los Valles Pasiegos, en un sitio de paso, por el que vas andando y no te fijas especialmente. De ahí vengo. Ahí me gustaría volver. Me preguntaron el otro día si estaría dispuesto a emigrar. Creo que no. Ya soy hijo de emigrantes. El arraigo es importante.


Un multimillonario llora al abandonar su empresa, su trabajo. No le renuevan el contrato. Se tiene que ir a otra ciudad, otra empresa. Abandonar casa, amigos, colegios, tu restaurante favorito, tu peluquería de confianza... cuando tiene dinero para vivir extremadamente bien él y varias generaciones de sus descendientes.  Dice que ha hecho todo lo que ha podido. Podría haberse quedado ganando lo que para cualquiera de nosotros supondría una fortuna y se va llorando.  

Cabe pensar que es un cínico y está haciendo teatro. Dos días después sonríe al llegar a su nuevo trabajo. No lo vería mal, que fuera todo teatro. Su trabajo se alimenta de una extraña mezcla de ficción, política y sentimiento. Pero temo que las lágrimas son ciertas, le duele irse. Le duele irse siendo extremadamente rico y pudiendo quedarse. Su pensamiento, su lógica, no le permite reducir su salario, no ya a lo que cobramos los nadie, si no al de un rico normal, a lo que gana uno de sus privilegiados compañeros de tajo. Se va porque no puede y no sabe no irse. Se desarraiga, pasa por una mudanza, cambia a la familia de ciudad porque cree que tiene que hacerlo. Que las cosas son así. También podríamos decir que es un esclavo de su escasa sabiduría. Quizás lo único que nos queda a los nadie frente a estos tipos que viajan, y contaminan, en avión privado y a los que adoramos y detestamos a partes iguales sea reírnos de su estupidez. 

Vuelvo a la foto de la cabaña: piedra y verde, unos cables de la luz, un burro pequeñito, abajo. Antiguamente las vacas tenían las cuadras abajo y arriba vivían las familias. Así supongo que vivió alguna vez mi familia, los Carulo. Soy un Carulo. Miro el muro de piedra que marca las lindes. Pienso en mi abuela que me cuentan que era una mujer apacible. En mi abuelo, tan personaje, tan parecido a mi padre y a los que veo en un espejo que me devuelve lo bueno y lo malo. El muro de piedra: hasta ahí llegan los praos de la familia. Los límites, la confianza, la palabra como contrato labrado en piedra. Pienso en la cabaña que visité hace años en Bustantegua y en la mujer, muy mayor, que nos contaba que ya hacía mucho frío, que ya había pocas vacas, en lo dura que me pareció su vida. Mi abuelo Álvaro que dicen que fue el Carulo que se bajó de la montaña. Las manos de aquella señora, la vieja hornilla de gas en la cocina en la que nos hablaba sentada en una silla de madera. La tontería que viene de no ver lo que tenemos, lo que se ha logrado y añorar tiempos y espacios que eran terriblemente más duros. 

Miro por la ventana ahora, mientras tecleo, una parra, incienso y helechos, el bonsai de mi hijo que esta mañana ha sufrido el ataque accidental de Trapa. Creo que encontré mi pueblo cuando llegué al Chaparral. Y, ahora, estoy en deuda con este jardín. Con esa parra. Me duele pensar en esto, que algún día merecerá llamarse jardín, como un sitio seco y abandonado. Pienso en las parras, los rosales, la bignonia y cada planta del patio y conozco sus historias y su significado. Su porqué que es un porqué ligado a mi vida, a nuestras vidas. Su crecimiento ha ido de la mano con lo que nos ha ido sucediendo en estos años extraños. 

En las cabañas, los muros de piedra y los animales abajo servían para regular la temperatura. No es un sistema para añorar, las vacas dan mucho trabajo, ya os lo digo yo. Pero sí para pensar que hace siglos ya se construía pensando en qué clima y qué tiempo. Para pensar que no nos podemos permitir casas que no tengan en cuenta el clima que hay y, peor, el clima que ya está viniendo. Como no nos podemos permitir la aviación privada. 

Hace días, un comentario me retrotrae a conversaciones de hace unos pocos años. Las soluciones serán globales o no serán, que es lo más probable. El calentamiento global, la extrema desigualdad económica, el peligro de que la democracia no sólo no crezca y se fortalezca si no de que los fundamentalistas puedan prohibir conciertos, carteles. músicas, vidas. Todo eso necesita soluciones globales. Y hay que pensar en cómo lograrlo y tenerlo como horizonte. Pero que esa idea no tape nunca ningún pequeño problema. Escribía Colin Ward que era más interesante buscar soluciones anarquistas inmediatas que esperar una futura arcadia que probablemente no llegará. Eso es. Que pensemos que necesitemos soluciones globales no puede tapar que los trans, el pequeño comercio o las mujeres necesitan soluciones ya. El deterioro de las ciudades, la privatización paulatina de la sanidad, la merma en nuestras libertades no pueden esperar. Necesitamos estas cosas ya, para nosotros que estamos aquí ahora. Y ni te cuento si necesitamos que la temperatura de la tierra deje de subir: el calentamiento global es una prioridad absoluta. Analizar qué y porqué está pasando es básico para, al menos, saber porqué se hunde el barco y, si los hubiere, dónde están los botes salvavidas. Tan útiles. 

No hay vacas en la foto, no hay apenas vacas en los praos de Cantabria. La política cambió una forma de vida, nuestra forma de vida. Se ve un burro, abajo, que me temo que es casi decorativo. Y el muro de piedra de las lindes. Le añado en mi imaginación -a la foto- una mesa y una silla cómodas, de madera y de segunda mano. Un tazón de café con leche y un sobao. Un buen libro o quizás dos o tres para leerlos mezclando ideas y que no se sientan solos. Creo que soy de ese verde, de esa piedra y, también, de las tomateras, la lantana y los ficus de mi patio. De ese campo que hay que trabajar y de esa mesa que es ocio urbano. 

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