Aparcó el andador en la puerta de la librería. Miró un poco el escaparate. Entró lentamente, mirando con un ojo a cada extremo de la tienda, casi calvo, sin ser calvo, de tantos años que tenía.
—¿Me puede dar “Los cosacos” de Tolstói?
—¿Dónde está?
—En el escaparate.
El librero sonrió, hacía un par de días que había estado buscándolo intensamente para comparar la traducción con la que tenía en casa. Lo había visto al llegar por la mañana, había sacado el ejemplar que traía de casa y había cogido el de la tienda de la estantería. Lo había cogido, se había dado media vuelta y había desaparecido. Ahora estaba allí, tan tranquilo, de pie en el escaparate blanco, junto a un francés, esperando para irse a la biblioteca de aquel señor tan mayor y tan amable.
El señor pagó y se quejó de su salud. Intercambiaron un par de frases cordiales y se marchó con su Tolstói.
El librero pensó que lo envidiaba profundamente: pocos planes mejores que cumplir ochenta y muchos para comprar los libros del gran ruso que te falten.

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