jueves, 6 de enero de 2022

 

En el coche, de vuelta a casa, llueve. Los niñes atrás, con sus regalos que ya no son juguetes, que no volverán a ser juguetes hasta que el ciclo de la vida haga su trabajo y todo vuelva a empezar. Un rato antes un crío rubio chilla de alegría al ver un balón. Su alegría me contagia y me devuelve todo lo bueno de la navidad. Podemos hacer bromas sobre que los reyes magos explotan a los pajes (y no dejo de pensar en cómo he visto a los repartidores/mensajeros este último mes) pero, por suerte, un niño se alegra hasta el infinito de tener un balón nuevo. Reyes rindiendo honores al hijo de un carpintero. 

Llueve y se acaba la navidad. Ahora, mientras escribo, luce el sol como si el universo nos contara que cada día habrá más luz y que el año sigue, que la vida continua. Mi gata me acompaña, preocupada, cariñosa, seria, y pienso en otras cenas con más gente, con tanta gente que ya no está y la nostalgia y la tristeza se pasean de la mano de las cosas que se asoman en el nuevo año. 



Diciembre es el mes de más trabajo en la librería. Hace años que elegí medir cuánto trabajo y cuánto y qué necesito y quise salirme de un esquema que me llevara a trabajar más de lo necesario, a vivir y leer menos, a vivir para trabajar. A veces, cuando las rachas vienen mal, dudo y pienso si no me habré equivocado, si no debería trabajar como tantos ejemplos cercanos, como hicieron mis padres. No creo. Diciembre empezó con el aroma de Cantabria, con la imagen de Carmona desde una curva de la carretera en la que paramos a hacer fotos y a despedirnos de la Tierruca. A despedirnos de una semana de viajar y leer y mirar para contar y para fotografiar. ¿Por qué mi vida normal no se parece más a esos días? 




Me visita un querido amigo en la librería y me dice que no tiene tiempo. Yo tampoco. La mayoría de la gente que hay a mi alrededor no tiene tiempo. Tiempo para pensar, para crear, para perder el tiempo. No tenemos tiempo. Da igual cómo nos organicemos, cómo vivamos o dónde, de qué y por qué. No tenemos tiempo. Es una plaga. No tengo solución ni diagnóstico pero sí un propósito: averiguar porqué y cambiarlo. Simplificar y elegir bien. Tener tiempo.


Salgo al patio que ha estado abandonado durante casi un mes: no hay tiempo para todo y lo prioritario era el trabajo, la campaña navideña. Corto ramas muertas de las tomateras, cojo los tomates verdes que están enteros y sin picar y los reservo: madurarán en la cocina, boca abajo. No deberían de seguir saliendo tomates, es enero, hace un par de meses que deberían de haberse muerto pero no ha hecho el frío suficiente y sí muchos ratos de calor. La mata de kumato sigue dando frutos, corto una rama suya y luego veo que está verde todavía, que todavía están creciendo sus frutos ahí. No deberían. El huerto está lleno de malas hierbas, lo cual no es un problema, pero necesita horas, cuidados, cariño. Quitar la albahaca y sacudir sus semillas, reponer lechugas, acelgas. Vigilar como crecen los ajos. El sol se va pronto y las tardes son cortas y escasas. No hay tiempo.



Releo mi diario de diciembre y veo que apenas he escrito. Reviso mi listado de lecturas y me sorprendo al ver que acabé seis libros. Son más de los que pensaba. Acabé Guerra y paz, he tardado mucho en leerlo, demasiado. Pero eso es un tema para otro post. Leí a Peri Rossi, acabé el de Sarton, Kallifatides (oh, qué bien). Leer, escribir aunque sea un poquito y mirar fotos y hacer fotos y -sobretodo- mirar con mirada de hacer fotos. Mínimos refugios para sobrevivir en el día a día. Los ratos en la librería, a puerta cerrada, sabiendo qué hago y porqué y con la sensación de control que dan los años, la experiencia. Los ratos en la librería, con clientes, amigos, gente, que confía en tu criterio y en los libros que aconsejamos, leemos. Ayer hizo veinticinco años de una conversación en la que hablé por primera vez de la posibilidad de poner una librería de viejo. Tanto apoyo, tanta suerte. Tantos años después sigo teniendo lo que nunca puede faltar en una librería: pasión por los libros, ganas de leer, interés, curiosidad, humildad para aprender. Y mucho cansancio y hartazgo también, pero no de los libros.


Releo el diario y veo que las notas que tengo para posts tienen poco sentido con el paso del tiempo. Que Militao reaccionara con tanta estabilidad emocional cuando Varella le agrede no le importa a nadie ya, quizás sólo a mí. Un día leí a Sarton en la Reja. Comiendo un bocata de panceta. Dos obreros hablan y beben a mi lado. Hay un potos que cubre una estantería de botellas. Al lado, un tío que vende antigüedades no me saluda. No me habrá visto lo suficiente. Dos tipos con pinta de abogados alcohólicos hablan junto a la puerta susurrando y beben gintonics. Uno de los obreros tiene un perro bonito y cursi que he acariciado al entrar. Creo que en otro momento me hubiera dado cosa ponerme a leer aquí. Sarton se quiere ir de Nelson. No quiero que se vaya. Qué bien escribe esta señora. Los días pasan y al despertar pienso cada día ¿qué hora es? ¿a qué hora empiezo? Este mes me hace valorar más mi horario habitual. Cristina Peri Rossi y Cortázar. Otro diario. Me dan ganas de leerlos a los dos. Stephen King escribe seis páginas al día. Yo me conformaría con escribir seis al mes. 


Mañana es el lunes más lunes del año salvo el uno de setiembre. Ése es peor. Qué poco me interesa la pandemia. Tienen suerte los que creen que nos iba a cambiar: pocas desgracias les han pasado. Quitando la gente que ha sufrido pérdidas personales o enfermedad grave, ese es otro tema. Qué poco me interesa ya la pandemia. La planta que he podado hoy, después de arreglar los tomates, es la caña de Indias. El otro día trasplanté un anturio y escribí “he trasplantado una planta”. Eso es dejar de vivir. No saber el nombre de las plantas. M. se encontró una hortensia de invierno en la basura el otro día. Inexplicablemente la habían tirado. Tiene un tronco enorme y retorcido, muy bonito y necesita un trasplante pero está fuerte y sana y sus hojas son verde botella intenso. Le he quitado las hojas secas y he rellenado la maceta con compost del compostador que olía a bosque, a tierra fresca. Qué misterio es el compostador. 



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