miércoles, 4 de julio de 2007

Imaginemos que la humanidad es un enorme puzle, un creacionista sueño malvado y perfecto en el que cada persona es una pieza que debe de encajar en su sitio. Habría, en la sublimación de la perfección, personas que no encajarían, piezas mal hechas o mal dispuestas como una forma necesaria de completar el abanico de posibilidades de la perfección. En mi barrio hay un albañil así.

Me dí cuenta el primer día que aparqué el coche en la acera recién terminada que él había hecho y vi como me miraba con odio. He sentido ese odio algunas veces, es casi insuperable y totalmente justificado. He visto a clientes de la librería arrancar mapas de libros antiguos o manchar cubiertas con tinta para tapar los pechos de una chica. ¡Estaban rompiendo mi trabajo! Una cuestión personal.


Juan Pérez, (le puse nombre rápidamente, es tan falso como verdadero), me miró y no se atrevió a insultarme. Llegó otro hombre y subió el coche a la acera en la que estaba trabajando JP. Rojo de ira, se acercó y le dijo que quitara inmediatamente el coche. Inmediatamente. Ningún insulto, ninguna mención a la madre del conductor. Había un cierto toque femenino en la indignación contenida ante el descuido y la prepotencia de los machos. Algo aprendido en siglos de aguantar.

Y lo tuve claro, JP era indiscutiblemente el albañil más peculiar e inadaptado que había visto nunca. Era homosexual y buen profesional. No sé si era declaradamente homosexual, si no ocultaba a nadie su condición o si permanecía secreta como un tesoro bien escondido o aún por descubrir. Tampoco me importaba. Pero también era un profesional, un artesano preocupado por que la acera que construía saliera perfecta y nadie la rompiera. Lo importante era la obra que hacía, lo importante era el resultado. Un albañil. Qué desastre.

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